Fragmentos de papel sujetan tu recuerdo de las paredes. Allá donde una flor se ahoga en un bidé relleno de cantos rodados, una lágrima ha caído dejándolo todo perdido. Recojo la humedad que me queda en los bigotes tras el naufragio salado, y brinco sobre el sofá para colocar las puntiagudas orejas a la misma altura que el altavoz del salón. Una voz mecánica sale del transmisor.
La periodista pregunta acerca de los resultados obtenidos por el "importantísimo" (recalca) centro de investigación espacial que dirige su interlocutor. Los hallazgos apuntan a la existencia de restos de agua, mares, incluso marcas de antiguos glaciares en un planeta, cuyo nombre se pierde a causa de unas inoportunas interferencias radiofónicas que me recuerdan que tengo urgentemente que cambiar la antena del aparato. Un nombre que, por descontado, tampoco la directora del programa se encarga de repetir.
Al fin, logro deducir que se trata de Marte, el enigmático planeta rojo.
Pero en Marte no hay agua. Lo sé porque allí habito los días de frío. Soy una gata amante de las alturas, y durante este gélido e interminable invierno que no acaba me he encargado oportunamente de encontrar las excusas adecuadas para duplicar mis visitas al espacio. Unas cualidades atmosféricas mucho más benignas que las terrícolas, y las invalorables vistas del planeta azul, explican de sobra mis estancias galácticas. Ahora mismo, sin ir más lejos, os escribo desde allí. Así que, como veis, puedo acreditar de sobra mi calidad de fidedigna fuente marciana.
Pero volvamos a la radio, donde el científico espacial continúa escupiendo detalles de no sé cuántos (mis elucubraciones viajeras me han hecho perder la cuenta) hallazgos que aseveran la "indudable" existencia del líquido azul en los intersticios del planeta rojo. Y como en toda exposición que se precie, llega el momento clímax de la ponencia. La argumentación se acalora de un modo notable. Y el apasionamiento desaforado del "prestigioso" científico es tal que su voz mecánica se eleva hasta molestas cotas que consiguen hacer retumbar los altavoces. Mis orejas de gata se resienten.
Las escandalosas vibraciones sonoras no tardan en propagarse por todo el apartamento. Logrando zarandear los papeles tímidamente colgados de las paredes que tan bruscamente se menean y... Tus recuerdos se vuelan con el movimiento sísmico desencadenado. No debería haber olvidado cerrar la ventana de la cocina, pienso.
Apago la radio, y me quedo a solas con mi flor entre las piedras. Digan lo que digan, aquí en Marte no hay mar.
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